Filoctetes, el héroe griego que ayudó a
morir a Hércules, según cuenta Sófocles, fue mordido por una serpiente y
abandonado por sus compañeros en una isla durante diez años como consecuencia
del desagradable olor que desprendía la herida putrefacta. Pero Filoctetes guardaba
con él las armas que le regalara Hércules, sin las cuales era imposible, según
un oráculo, ganar la guerra de Troya. Por lo cual, inevitablemente, los compañeros
hubieron de volver, le sanaron la herida, le llevaron de regreso y la guerra
fue ganada.
Mud, como Filoctetes, vive también en una
isla, aislado por todos y, al igual que el héroe de Sófocles, fue mordido por
una serpiente. Ahora bien, a Mud no es la vieja mordedura lo que le mantiene
aislado. En su caso, la herida putrefacta que le lleva al ostracismo y el
apartamiento es una mácula social, un contravenir de las leyes: el haber
quitado la vida al tipo que maltrataba a la
mujer a la que él siempre amó y con la que aún mantiene un idilio
tormentoso. Ambas, la de Filoctetes y la de Mud, son pues historias de honor,
en la que el héroe lo es por haber mantenido su criterio personal de lealtad
–Filoctetes hacia Hércules, Mud hacia Juniper, el amor de su vida- por encima
incluso de su integridad física, del rechazo de la sociedad y de sus propias
dudas morales.
Ulises, el mismo que abandonó a Filoctetes
a su suerte, tuvo luego que regresar como mensajero de los griegos ya que un
vaticinio de los dioses afirmaba que Troya no caería sin las armas de
Filoctetes, regalo de Hércules. El papel de Ulises, en Mud, lo representan los
niños, que descubren en el fugitivo a su propio héroe, espejo para su propia
realización personal y, también, salvación del mundo que se desmorona a su
alrededor: familia en divorcio, hogar, infancia. Como Filoctetes, Mud, posee
las armas adecuadas para vencer al enemigo y derrumbar los muros. Son las armas de Filoctetes las que darán
muerte a Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, y con él al universo troyano. Así
mismo, son las armas de Mud las que ponen fin a la vida del hijo del mafioso
omnipotente que lo atosiga y lo amenaza, y con él también se derrumba el
pequeño mundo de la ribera que hemos ido presenciando desde el principio de la
película.
Otra semejanza a tener en cuenta entre la
tragedia clásica y Mud es la importancia de la camisa en el desarrollo de la
historia. Hércules necesita de su camisa para llevar a cabo sus rituales. Al
olvidarla en casa, pide al centauro Neso que ayude a su esposa Deyanira a
cruzar el río en su ausencia, que forcejeándola, intenta violarla. Hércules mata
a Neso pero, a su vez, es envenenado sometido a una tortura de la cual sólo le
libra Filoctetes.
En Mud la camisa también tiene su papel
ritual. El protagonista habla en varias ocasiones de que nada malo podrá
pasarle mientras la lleve puesta, aunque el espectador nunca llegue a descubrir
el por qué de este sortilegio. Como en las grandes narraciones clásicas, la
magia es inexplicable pero asumible y justificable por el solo hecho de
provenir de la boca del héroe. Y algo de cierto debe de haber en esta magia, o
al menos así lo cree el propio Mud, puesto que en el instante en que se siente
traicionado, en la escena donde se nos muestra a un Mud despojado de su aura heroica,
aparece, puro simbolismo, la camisa pendiendo de un arbusto y el personaje
desnudo.
En resumen, es el viejo mito del Filoctetes
sofocleidiano extrapolado en el guión de Jeff Nichols a una realidad de
Arkansas, en un siglo XXI un tanto aislado y desmodernizado, y llevada a escena
bajo la colaboración de las productoras
independientes: Brace Cove Productions, FilmNation
Entertainment y Everest
Entertainment., y dirigida por propio Jeff Nichols, que se decanta, como ya lo
hiciera en sus dos anteriores trabajos, Shotgun Stories de 2007 y Take Shelter
de 2011, por un bajo presupuesto bien aprovechado con un resultado de más de
dos horas de film en las que los diálogos escuetos y lapidarios, los gestos
comedidos y sobrios, la fotografía, la magia de la tragedia clásica donde se
presiente en todo instante que los personajes están condenados por una
fatalidad – el ambiente, el clima, la miseria- que los supera y los condiciona,
elementos todos a los que se suma la música de un David Wingo en estado de
gracia y que logran que el espectador no se mueva de la butaca y goce de un
sobrio y desconcertante y atosigante espectáculo.
Es de recibo resaltar la actuación de Matthew McConaughey, que da
encarnadura al héroe de manera tan soberbia y lucida que nos hace olvidar su
condición de galán de Hollywood y logra que lo miremos con la simpatía con la
que se mira a los titanes del cine clásico de todos los tiempos: hombres y
mujeres que hablan más con los gestos que con las palabras, que nos enamoran
más por el desesperado modo con el que defienden los rescoldos de su dignidad
maltrecha que por la belleza de sus rostros de piedra. Un rostro, a propósito,
que para la ocasión aparece desfigurado y afeado, sin duda para lograr ese
distanciamiento entre el Mud agreste y el McConaughey galán. Aunque he de
confesar que, por mi parte, me habría apetecido mucho ver cómo resolvía este
papel Michael Shannon, el actor fetiche de Jeff
Nichols y con el que logró unos registros excelentes en sus dos anteriores
películas. Tal y como yo lo veo, Shannon posee la animalidad natural de la que
carece el dulce McConayghey y, al mismo tiempo, la mirada perturbada y
desquiciante de los personajes martirizados. Habría sido, y es sólo
mi opinión, un Filoctetes más genuino, más clásico y auténtico. La versión de
McConaughey, siendo soberbia, es, bajo mi punto de vista, más fílmica que
literaria, una de las pocas concesiones que el independiente Jeff Nichols
concede a la galería.
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